Echeverría entró a la sala con una leve sonrisa invadiendo su rostro. En su mano llevaba un atado con los exámenes finales de semestre. Echeverría nunca había puesto una nota máxima a algún alumno en alguna examinación suya. Esta vez, la prueba incluía una trampa a la que ya había echado mano varias veces en otros cursos, para no poner calificaciones máximas. Un teorema absurdo sin demostración. El truco estaba en descubrir la inexistencia de su base matemática. El mismo Echeverría tardó varios años en darse cuenta.
Franco palideció a los pocos segundos asimilando su rostro súbitamente blanquecino al de la hoja siniestra que le pusieron en frente. Una semana seguida de estudio no fue suficiente para evitar el miedo que lo consumió de pronto provocándole un bloqueo total. El lápiz grafito se resbalaba entre sus dedos sudados y su mente le ordenaba escribir nada más que garabatos. El calor lo invadía y casi no podía respirar. Sus compañeros, concentrados y cabizbajos, se veían envidiablemente tranquilos resolviendo los problemas matemáticos. Ochenta y cinco minutos pasaron como una bala y el Echeverría bramó el aviso con su voz profunda y ronca de fumador de pipa. "Cinco minutos". Los latidos de Franco se redoblaron. Desquiciado, empezó a rellenar las hojas de respuestas con fórmulas, numeros y letras al azar. El compañero más cercano a él vio sus ojos desorbitados. Sin ver más futuro que el rectángulo de papel lleno de borrones y signos incomprensibles, buscó en su bolsillo interior. "Dejen sus lápices", la voz del profesor retumbó nuevamente en el aula. Pero Franco empuño un lápiz grafito en cada mano, apoyándolos en el pupitre y apuntando al techo. Acto seguido, se inclinó para hacer coincidir las puntas en sus fosas nasales. Levantó su cabeza, miró a su maestro de cálculo y a sus compañeros con los grafitos colgando de la nariz, y la azotó con todas sus fuerzas contra la mesa. Los lápices hicieron el resto. Atónitos, los demás estudiantes miraban las dos puntas aflorar en la nuca de Franco y una cascada roja empezaba a escurrir escalera abajo por la sala. Algunas jóvenes gritaron tapando sus bocas, otros simplemente quedaron paralizados.
-¡No lo toquen!, exclamó Echeverría, impertérrito, recorrió el pasillo lentamente, tomó el examen con una gran mancha de sangre, lo jaló arrastrándolo bajo su cabeza inerte, lo escurrió un poco y se lo llevó a su escritorio. Desde su maletín sacó una carpeta plastificada, lo puso dentro cuidadosamente y salió del salón para avisar el hecho a las autoridades.
Mientras el caos se apoderaba de la Universidad, el profesor Echeverría esperaba en su oficina los interrogatorios de rigor. Abrió su cajón y sacó su bolsa de tabaco. Rellenó su pipa y en medio del humo aromático y la tenue lumbre de su lámpara de escritorio sacó la carpeta plastificada de su maletín. Se apresuró en revisar el examen ensangrentado, antes que la negrura de la sangre seca en el papel ensombreciera su texto. Mordió el extremo de su pipa al terminar de recorrer las hojas de respuesta y suspiró profundamente. Tomó su pluma favorita de su lapicero y al lado de un semicírculo coagulado puso un número siete dentro de un globo.
-¿Profesor Echeverría?- Preguntó el detective en la puerta.
-Si señor.
-Subprefecto Jeldres. ¿Podemos hacerle algunas preguntas?
-Cómo no. -¿Conocía usted al alumno Franco Irribarren?
-Claro que sí. Yo lo maté.
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