Estaba en el cine y no lo aguanté más. Me levanté y agarré al hombre de las gafas por el pescuezo. Todo lo que le iba a hacer se lo tenía merecido ya que no me dejaba ver y llevaba toda la santa película hablando.
Arremetí un violento golpe a puño cerrado contra su bocaza. Mi mano penetró hasta el esófago, circunstancia que fue aprovechada por mi para arrancarle de cuajo su lengua y demás órganos bucales. Se había formado en su boca una pasta mezcla de sangre coagulada y vómitos propios del hombre, que no pudo contener al ver como extraía toda aquella porquería que tenía como aparato digestivo y se la restregaba por su cara.
No contento con esto me dice, con grandes esfuerzos, ya que su boca no era boca sino un terrible maremagnum de asquerosidades corporales, que como no me esté quieto me va dar una paliza. Contesté con unas risas y lo pagué con su pie. Se lo arranqué a golpes con el martillo que mi abuelo usaba para desnucar a los nazis en la guerra. El poco pie que le quedaba se lo metí en la boca entre un amasijo de sangre, dientes y astillas craneales. Por un momento pensé que se moría. "¡No por Dios!" Tenía que darme prisa, aquel pobre desgraciado estaba intentando morirse. Le endiñé tal patada, que le atravesé el esternón de cabo a rabo. Lo reventé como si de un globo se tratase. El molesto hombre yacía en el sangriento suelo aun consciente. Sus vísceras estaban esparcidas por todo el cine. Debí acertarle en alguna zona nerviosa, de la medula tal vez, porque se movía arriba y abajo en unas terribles convulsiones. El hombre pedía a gritos su muerte pero la gente del cine pronto lo mandaba callar y el que menos se acercaba y le machacaba las manos con las suelas de los zapatos. Sus manos estaban totalmente astilladas. Parte del cúbito y del radio de su brazo izquierdo sobresalían ya de su carne y en una de las ocasiones se incrustaron en la moqueta de la sala. Tras una convulsión brusca, el brazo se desgarró por completo. Sendos huesos, tejido adiposo, venas y tejidos musculares estaban ahora al descubierto derramados por el suelo. Me alejé unos metros y observé la situación. Las piernas del hombre estaban unidas a su cabeza a través únicamente del intestino, estomago, parte del esófago y unas cuantas venas y arterias pulmonares. Tanto pedía su muerte que al final cedí. Tomé carrerilla y le reventé su cabezota de un violento patadón. Reventó en mil pedazos. Al ver esto, la gente me dedicó una calurosa ovación y el director de la sala me concedió un abono para el cine por el tiempo de un año.
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