Dormí en un plácido sueño durante una hora por lo menos. Sin embargo, me despertó una alta voz de Mzula diciendo: “¡¡¡DESPIERTA!!!” y acto seguido me cogió de la cabeza antes de que pudiera reaccionar y me empujó hacia abajo. Entonces sin ver lo que fuera de la furgoneta pasaba escuché varios disparos y la luna delantera se hizo añicos, cayendo sobre nosotros millones de trozos de cristal. Mire a Mzula. Él también estaba agachado con las manos en la cabeza. No podía ver su expresión, pero seguro que era de terror. Oí unas voces afuera: “Salid del coche”…¿Quiénes eran los atacantes? Pensé…la respuesta era sencilla…rebeldes…
No sabía que hacer…todo dependía de Mzula, no de mi, un mutilado drogado. Mire la alfombrilla de mi asiento. Estaban cayendo gotas de sangre. Me toqué la cara. Estaba mojada. Me miré las manos. Yo estaba sangrando. Seguramente los cristales me habían cortado la cara. De repente mi puerta se abrió y unas fuertes manos me agarraron del brazo y tiraron con fuerza. Caí al suelo, y volví a sentir ese atroz dolor…ese dolor en la espinilla, en la entrepierna y en el muñón…la droga se había pasado…
Antes de poder reconocer a los individuos que me habían sacado del coche, éstos me empezaron a dar patadas en el cuerpo. A cada puntapié en el estómago notaba como no podía respirar. A cada patada en la cabeza mi vista se nublaba, y la sangre de los cristales se pegaba en sus botas y se confundía con las nuevas heridas. Incluso noté una patada en la entrepierna, haciendo que todo mi cuerpo se estremeciese. Noté como en esa herida podrida, salían jugos putrefactos, pus y otros líquidos asquerosos.
Los agresores me incorporaron, y yo, confundido sobre lo que pasaba, no me enteré de mucho porque veía nublado. Me llevaron a una especie de caseta y me sentaron en una silla, como en un despacho. Me abandonaron. No se cuanto pasó. Pero cuando recuperé la vista me di cuenta de donde estaba porque había una ventana y mire desde ella. Estaba en un control de los rebeldes. Sin duda habían hecho ese control y detenían a todos los vehículos que intentaban escapar a zona militar. Había bastantes guerrilleros. Tal vez un centenar o más.
Había muchos coches y camiones militares, pero había aún más coches de los ciudadanos aprisionados. Los rebeldes tenían como jaulas, tal vez unas veinte, que daba cabida a bastantes personas aprisionadas. En ella había niños que lloraban, hombres que suplicaban a Dios y mujeres sollozantes. En ellas se amontonaba la inmundicia y la mierda de los prisioneros, haciendo de ese sitio un festín para las moscas verdes.
Algunos rebeldes se divertían sacando a algún desgraciado, y entre unos cinco lo vapuleaban, lo tiraban al suelo, le daban puntapiés cada vez que intentaba levantarse, le pisaban la cabeza, le hacían pasar un rato muy desagradable, y al final de su agonía, le pegaban con las culatas de los fusiles hasta reventar sus cabezas y sacar los sesos por los suelos.
Los cadáveres los incineraban en una gran hoguera, de donde provenía un olor a panceta quemada. Era el olor de los humanos.
También había otro tipo de barbaries por parte de los guerrilleros. Las mujeres eran violadas. Los niños obligados a matar a sus padres y luchar en sus filas. Los hombres eran brutalmente asesinados, de cientos de formas. Les daban un tiro, una paliza, los ahogaban con bolsas, con cuerdas o les cortaban algún miembro. Incluso contemple como cogían a un hombre, lo ataban de las manos a un coche con una cuerda, y desplazaban en círculos el coche por la zona, hasta que el hombre moría “pelado”, en una muerte muy agónica de unos veinte minutos, dejando rastros de sangre en círculos por todo el control.
Estaba viendo el control por la ventana, pensando en que me pasaría a mi, cuando de repente entró un hombre negro. Era de una edad avanzada. Se sentó al otro lado de la mesa. Me miró a los ojos. Se identificó como el líder de ese puesto de control. Me identifiqué…pero no sirvió, el cabrón me dijo que mi vida no valía mucho más que la de los prisioneros. Sin más contemplaciones vinieron dos guerrilleros y me sacaron afuera. Las gentes de las jaulas me miraban, pensando que aquel mutilado desnudo de raza blanca les ayudaría. Ojala…
Me llevaron a una especie de muro en el fusilaban. Allí había un anciano, con costras y heridas por todo su esquelético cuerpo tenía las manos atadas a un poste lleno de sangre coagulada. Su mirada devolvía millones de historias de ancianos como él, acabadas en tragedia. Me pusieron en una cola, en la que delante de mí había un hombre joven esperando su muerte. Un guerrillero, de no más de doce años, portaba un fusil con ojos de odio. Sería mi verdugo.
A la voz de “¡fuego!” de un miliciano sargento, el niño disparó un tiro de su Ak-47 y la bala acertó en pleno pecho del anciano. Esté profirió un pequeño grito, que se apagó por la falta de aire, y en su cara se reflejó el dolor. Intentó tirarse al suelo, tumbarse y acabar con todo, pero como tenía las manos atadas no podía. El hombre nos miró, intentó decir algo y vomitó sangre…Sus ojos se cerraron lentamente.
El sargento quitó al anciano del sangrante poste, y llevó al hombre que había delante de mí. Le ataron las manos al poste. Cuando el sargento se retiro le vi la cara.
Ese joven era Mzula. Tenía la cara reventada. Le habían hinchado la ceja, la otra le sangraba, y la herida que tenía en el tabique se la habían “renovado”. Me miró, e intentó esbozar una sonrisa (con algunos dientes de menos) de complicidad. Pero sabíamos que no había plan alguno. Era nuestro fin. Nuestro doloroso fin.
El sargento gritó fuego, y vi como antes de que la bala llegara a su destino Mzula cerró los ojos con fuerza. Pero la bala erró e impacto en la rodilla de Mzula. Éste profirió un grito que me heló el corazón. El máximo dolor se reflejó en su grito, en su cara. La rodilla estaba reventada, totalmente hecha añicos…se le veía el hueso…yo sentí el mismo dolor en mis heridas…
El sargento le dio un puñetazo en la cara al niño. No debía fallar la próxima vez. El niño apuntó, y al grito de fuego disparó una buena ráfaga de cinco tiros al estómago de Mzula. El primero entró limpiamente, pero los otros abrieron una herida que salpicaba sangre a borbotones…La herida era bastante sangre, y Mzula ni siquiera gritó. No tenía fuerza. Intentó revolverse. Vomitó sangre. Se revolvía. Tal vez era un acto reflejo. Su cara estaba demacrada. Cansado. Acabado.
El niño decidió apuntar de nuevo y dar fin a la vida de Mzula de una vez. Una ultima ráfaga impactó de nuevo en su estómago. Mzula se revolvió un par de veces más antes de expirar, y parte de los intestinos salieron por la deforme perforación. Cayeron al suelo chapoteando en la sangre y haciendo un sonoro splack.
Estaba muerto. No me di cuenta pero derramé una lágrima. La verdad es que Mzula me había salvado (o lo había intentado) y era un verdadero valiente, y lo consideré mi amigo. Ahora estaba muerto, y yo correría la misma suerte. Aunque poco importaba, la verdad es que ya estaba medio muerto.
Retiraron el cadáver de mi amigo, y el sargento me cogió del brazo para llevarme a su ritmo hacia el poste. Sin embargo a causa de mis heridas y mi desfallecimiento me caí, y caí en todo el charco sangriento. Me empapé toda la cara de una mezcla de sangre seca y liquida. Había pequeños trozos de sangre y tripas de los anteriormente fusilados. Vi una extraña materia gris deforme con varias moscas sobre ella, pero no quise imaginarme que era.
El sargento me incorporó y me dio un puntapié. Vinieron dos guerrilleros a levantarme, me colocaron en el poste y me ataron entero por el estómago, ya que como tenía el muñón no podían atarme por las manos.
Los milicianos se retiraron, y miré al niño verdugo. Estaba a unos tres metros, pero en sus ojos podía ver el odio, la amargura y la venganza. Seguramente mató a sus padres por orden de los rebeldes. Era un asesino andante.
Tenía seguro que era mi final. Sin embargo ocurrió un milagro. Antes de que el sargento ordenara fuego aparecieron varios helicópteros militares sobre nosotros y antes de que el verdugo y su sargento pudieran correr a sus puestos de combate un misil cayó sobre ellos. La bomba estalló provocando una pequeña nube de polvo en su objetivo. Vi pedazos de carne volar por los aires, y la cabeza del niño fue a para justo debajo de mi, donde el charco de sangre, sin embargo no estaba cortada por el cuello. Tenía toda la dentadura volatilizada. Estaba intacto a partir de su pequeña nariz. Sus ojos oscuros me miraban, aún después de muerto. Aún así reflejaban lo mismo.
Sonaron sirenas por el puesto y cada guerrillero acudió a su puesto de combate. Yo podía verlo todo. Gritos, hombres correr, sangre, milicianos abatidos por los tiros, guerrilleros con bazokas intentando responder al ataque sin mucho éxito, niños correr, vísceras por los aires, un guerrillero agarrándose un muñón de la pierna recién volatilizada. Que se joda. Sufrirá lo que yo sufrí. Incluso vi al jefe del puesto, que habían disparado un misil sobre su despacho y corría ardiendo por parte del puesto, antes de caer quemado vivo en medio del campamento.
Mientras ocurría el combate, desde los helicópteros se descolgaban soldados. Los miré. Formaban parte del comando de intervención cuerpo de Paz. Eran de los míos. Estaba salvado.
El combate duró unos minutos más, aunque acabé desmayado.
Cuando desperté, me encontré en una camilla de un hospital, en Kinshasa, la capital del Zaire, zona bajo control. Un médico ingles me dijo que los militares de la intervención me habían llevado hacía tres días. Me dijo que estuve a punto de morir por la gangrena, que había sido un milagro.
Me dijo que la gangrena de mis heridas estaba muy avanzada. Me habían amputado toda la pierna del balazo. Ahora solo tenía una venda sangrante. Me habían extirpado el testículo que me quedaba y el pene, además de todas las demás partes del aparado reproductor y un riñón. El muñón se había cicatrizado bien.
También me habían dado puntos en la cara, por las heridas de los cristales y de la paliza. Me recetó doce pastillas diferentes al día para el dolor.
Di gracias a Dios. Estaba salvado, aunque a que precio.
Ahora escribo esto para que al menos una sola persona se entere de mi historia, y aunque no haya salido en el telediario ni en un reportaje, ha sido la historia dramática de un soldado real, el soldado Huerta, que arriesgó su vida, y entregó parte de ella, para la paz en el mundo, junto a un camarada casi anónimo que nunca olvidará. Mzula.
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