Corpus Pluvia II

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Lo primero que hizo Bruno fue serrar los brazos del cadáver a la altura de los hombros; después las piernas -por las rodillas y los tobillos- y, finalmente, serró el cuello. Los huesos eran mucho más duros de lo que había supuesto. Incluso rompió una sierra y tuvo que regresar al sótano a buscar otra.
Pero esa no fue la única dificultad que Bruno tuvo que salvar. El cuerpo de Matías estaba aún caliente y eso hacía que su sangre manara a borbotones durante el despiece. Litros y litros se acumulaban en la bañera y, poco a poco, aquella sangre se iba secando y convirtiéndose en un engrudo denso y pegajoso que taponaba el desagüe. Bruno tuvo que abrir el grifo de la ducha y giró el pomo del agua caliente hasta su tope. El agua tibia se extendió por el baño licuando la sangre y formó un caudal encarnado que, lentamente, se fue drenando por la cañería.
Afuera, al fin, rompió a llover, y Bruno no pudo contener una sonrisa de satisfacción. Pero aún tenía mucho trabajo por hacer.
Con las extremidades ya separadas del tronco, Bruno utilizó el machete para partirlas en trozos más pequeños, y así desmenuzó los muslos, las pantorrillas, los brazos y los antebrazos. A continuación abrió el tórax de Matías por debajo de las costillas flotantes y vació las vísceras una a una. Las trituró con un pequeño cuchillo de carne y, acto seguido, fue arrojándolas por el inodoro mientras tiraba regularmente de la cadena para que no se atascara.
La lluvia seguía golpeando el tejado y las ventanas de la casa con una rabia feroz.
En torno a la una de la madrugada Bruno había terminado de despedazar el cadáver de Matías. Con esa tarea solucionaba el principal problema que se presenta para hacer desaparecer un cadáver: transportarlo de una forma discreta. Al tenerlo en pedazos, sería muy sencillo meterlos en bolsas de la basura que no resultaran sospechosa en caso de que alguien le viera. Pero, naturalmente, quedaba un segundo problema por resolver; el más importante: ¿dónde ocultar el cadáver o, en este caso, los trozos del cadáver? Durante los siete años que había pasado en la cárcel, Bruno le había estado dando vueltas. Habitualmente, los asesinos procuraban esconder los cuerpos en lugares apartados y recónditos, pero al final, irremediablemente, terminaban por aparecer. Puedes esconder un cadáver en un bosque, sí, pero más tarde o más temprano aparecerá un perro con buen olfato, o unos excursionistas, o unos niños que juegan a hacer excavaciones y… estarás perdido.
No. Había que buscar otra solución. Y Bruno la había encontrado. La clave no estaba en llevar el cuerpo a un sitio alejado y solitario, sino todo lo contrario. Había que dejarlo en el lugar más evidente de todos, porque allí es precisamente donde nadie mirará. Y bien, ¿cuál es el lugar más obvio para un cadáver?
Un cementerio.
Era tan simple que casi resultaba risible. Pero no podía fallar. Bastaba con cargar los pedazos del cadáver hasta un camposanto y, una vez allí, abrir una tumba, depositarlos en su interior y volver a cerrar el sepulcro. Esa idea presentaba varias ventajas. La primera, que los restos del cuerpo se mezclarían y confundirían con los restos del ocupante de la tumba. La segunda, y más importante, era que con esta estratagema el muerto pasaba a convertirse en algo así como una aguja en un pajar, un cadáver más entre decenas o cientos de ellos. Y la tercera ventaja, la ventaja crucial, es que un cementerio es el lugar más respetado e intocable que existe. Nadie mete sus narices en una tumba.
Si bien el plan parecía no tener fisuras, lo cierto es que presentaba una ligera dificultad: no se puede abrir una tumba y volver a cerrarla sin dejar huellas en el terreno, y eso podía despertar sospechas. Pero, precisamente en este punto, la lluvia debía cumplir su parte del plan. El aguacero se encargaría de borrar las pisadas de Bruno y empaparía la tierra, haciendo que fuera imposible distinguir el terreno intacto del recientemente excavado.
Bruno sonrió. Le esperaba una madrugada larga y dura, porque desde luego iba a ser agotador cavar en un sepulcro, pero la satisfacción de una venganza perfecta lo compensaba todo.
Metódico y cuidadoso, metió los pedazos del cadáver en bolsas de la basura según su plan y las arrastró con cuidado hasta la entrada principal de la casa. Tendría que meterlos en el maletero del coche y conducir hasta un cementerio cercano, a unos seis kilómetros de allí. Pero cuando abrió la puerta y puso un pie en el porche de la casa, oyó aquella voz fuerte y firme. De nuevo, era la voz de su porvenir:“¡Sal de ahí con las manos en alto!”
Los policías que le estaban esperando parecían buzos bajo aquel chaparrón.
No pude ser, se dijo Bruno. ¿Cómo lo han sabido? Mientras levantaba los brazos, miró a su alrededor y entonces lo entendió. Había sangre por todas partes. Un inmenso charco rojo se extendía frente a la casa de Matías despuntando brillos granates bajo la luz de las farolas. Bruno no tardó en darse cuenta de que la sangre, que se extendía por la acera y por el parterre del frontal de la casa, provenía de la boca de una alcantarilla, de donde manaba a borbotones mezclada con el agua.
La lluvia, pensó Bruno. Ha caído tanta lluvia que se han desbordado las cañerías de la casa y ha extendido la sangre de las cañerías por todo el vecindario.
Detrás de los agentes había varios vecinos empapándose en la calle. Eran ellos quienes habían llamado al 061 al ver el agua teñida de sangre correr por la calzada como un tsunami escarlata aguijoneado por la lluvia.
La lluvia, pensó Bruno. La puta lluvia.

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