Aquella noche llovía mucho. Llovía tanto que los agentes de policía parecían buzos bajo aquel chaparrón.
“¡Sal de ahí con las manos en alto!”
Bruno descendió del coche con los brazos extendidos, como un Cristo asaetado por aquel diluvio de gotas. No dejaba de pensar que había estado a punto de huir. De hecho, habría escapado de no ser por la lluvia, que había convertido la explanada en un barrizal. Las ruedas del coche se habían atascado en el lodo.
La lluvia, pensó Bruno. La puta lluvia.
Mientras se entregaba a los policías giró la cabeza hacia atrás, hacia la casa destartalada y mohosa que tenía a su espalda. Desde la ventana, Matías le observaba y se encogía de hombros, como diciendo así es la vida, tío, lo siento mucho. Bruno siempre había pensado que Matías era un hijo de la gran puta, pero jamás le creyó capaz de delatarle a la policía. Ahora ya era demasiado tarde para lamentarse por su exceso de confianza.
“¡No te muevas!”, gritó uno de los agentes mientras le esposaba las manos.
Bruno no se movió durante los siguientes siete años, que pasó encerrado en una prisión. Era culpable de todo lo que le acusaron, e incluso de algunas cosas más, así que ni siquiera se esforzó en defenderse. Bruno siempre había sabido que él era una mala persona. Lo llevaba en la sangre, y ya de adolescente, en cuanto tuvo uso de razón, supo que sería culpable hasta que muriese. Pero, aunque parezca paradójico, son precisamente los culpables los que más necesitan la libertad.
Bruno estuvo siete años en la Prisión Provincial, un cementerio de vivos que olía a jergones húmedos, a mercromina y a provincias sociales. Y cada uno de los 2.555 días que pasó recluido, Bruno lo dedicó, con paciencia inquebrantable, a elaborar cuidadosamente su plan. Vengarse de Matías era lo único que le importaba, lo único que tenía sentido, porque, señora, los culpables son así.
El mismo día que salió en libertad –por fin la libertad-, Bruno se metió en una cafetería y pidió al camarero un vodka con hielo y un periódico. Se bebió la copa de un solo trago mientras pasaba las hojas del diario con rapidez hasta que, en las páginas centrales, encontró lo que buscaba: el parte meteorológico. Bruno leyó la previsión del tiempo de esa semana y tomó una decisión. Lo haría el jueves. Ese día iba a llegar una fuerte borrasca que dejaría tras de sí vientos y lluvias torrenciales. Era el día perfecto.
Se alojó en un motel con las paredes cubiertas de papel beige y cuadros de caza y pasó dos días viendo televisión y matando cucarachas. Hasta que llegó el jueves. Entonces dejó su habitación, robó un coche del parking del motel y viajó en él toda la noche hasta llegar a la casa de Matías. Tal y como estaba previsto, un cielo borrascoso acompañó a Bruno durante su travesía. Conducía bajo palio.
Cuando llegó a la casa, Bruno no llamó a la puerta. La forzó de una patada y en dos zancadas se plantó ante el sofá del salón, donde Matías dormía la borrachera.“Despierta”.Matías abrió los ojos y, cuando vio a Bruno de pie ante él, su boca se retorció como una serpiente.“Bruno, por favor, no…”“¿No qué, hijo de puta?”“No me dejaron elección.”“¡Me vendiste!”“Bruno, por favor… Me dijeron que si no te delataba me mandarían a la cárcel 20 años.”“Eres un cagado de mierda”, dijo Bruno entre dientes.
Lanzó sus manos a la garganta de Matías y las ciñó como un cepo alrededor de su cuello. Matías no pudo hacer nada para escapar de aquella cárcel de dedos, y en un segundo su nuez crujía clausurando el paso del aire a sus pulmones. Entre sacudidas de dolor y de pánico, Matías abrió la boca en un intento desesperado por respirar, pero lo único que consiguió fue componer esa mueca lapidaria de los que ahorcados.“Muérete”, masculló Bruno.Los muelles del sofá chirriaron cuando el cuerpo de Matías se sacudió en un último espasmo. Y entonces se quedó inmóvil. Muerto por fin, joder, qué alivio.
Bruno se quedó sentado junto al cadáver, en silencio, durante unos minutos, tal vez una hora. Le había matado, sí, pero ahora quedaba la fase más importante de su plan, previsto hasta el último detalle.
Cogió el cadáver por los pies y lo arrastró hasta el cuarto de baño. Bruno sabía lo que solía pasar en estos casos. El asesino se aturde, y cuando intenta ocultar el cadáver de su víctima comete alguna torpeza que acaba por ser su perdición. Pero a él no iba a sucederle tal cosa. No iba a dejar la menor huella y, de hecho, ni siquiera iba a dejar un cadáver.
Depositó el cuerpo en el interior de la bañera y lo dejó allí mientras bajaba al sótano de la casa en busca de un cuchillo, una sierra y un machete. Cuando tuvo todo lo que necesitaba, regresó al baño y se puso a trabajar. Pronto iba a empezar a llover.
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