Me encontraba mal. Sentía náuseas. La horca me estaba apretando. Podía sentir como los finos cordones que formaban la cuerda me desgarraban la piel hasta tal extremo que sentía leves crujidos internos. En ese momento mi cuello se partió, aunque conservé la cabeza hasta que se cayó, junto a mi cuerpo, al suelo. Al caer noté como mis piernas resbalaban ante un suelo inundado de sangre, pero no sentí los pies, ya que estaban en un rincón de la habitación colocados como si de zapatos se tratasen. Sólo quería que me encontrasen para enterrarme, cosa que hicieron siete días después: me cosieron la cabeza y los pies como pudieron y ya por fin me enterraron, aunque ahora hubiese preferido que me hubiesen quemado, porque resulta que dentro del ataúd no descanso; no me muero y para matar el tiempo lo que hago es escribir con mis uñas en la dura madera de la caja que cada día se parece más al áspero tronco de la horca donde un día intentaron matarme...
0 comentarios:
Publicar un comentario