Excursion Al Monte

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La niebla dotaba a la situación de un halo fantasmal. El frío les mordía en los carrillos como un lobo hambriento. La noche era oscura como un túnel sin salida. La tensión les paralizaba. Caminaban como corderos camino del matadero. Pero tenían que hacerlo. Para ellos era un reto.
De pronto, Francisco se detuvo y miró al monte con expresión angustiosa. Las sombras lo teñían todo de negro.
- Joder, yo no sigo – dijo al fin.
Sus tres compañeros se volvieron y le miraron.
- ¿Cómo que no sigues?
- Que no, no puedo, me da muchísimo miedo, de verdad. ¿Y si es verdad? ¿Si es cierto todo lo que cuentan? ¿Entonces qué?
Iván se acercó a él y le puso una mano en el hombro:- Pero tío, ¿con qué cuentos nos vienes? ¿De verdad te crees que hay una monja por ahí...?
Francisco bajó la mirada, nervioso. La leyenda que giraba alrededor de aquel monte pululaba por sus pensamientos. Leyendas... leyendas...
La vieja historia que habían dejado escapar miles de veces los habitantes de aquel pueblo (casi todos viejecitos de bastón y boina, y ancianas de misa diaria) era realmente aterradora. Según ella, hace muchos muchos años, una terrible sequía enfermó los campos y los hizo yermos. Los montes se secaron y en especial uno de ellos (aquel que nuestros amigos tenían enfrente) se incendió debido a la sequedad de las hierbas y al cigarrillo de algún transeúnte despistado. Entonces, cuentan, enloqueció una monja de un convento cercano al pueblo. El convento estaba planeando su ingreso en el manicomio, cuando un día no apareció en los rezos. Se había escapado. No se supo más de ella hasta que un día un campesino aseguró haberla visto por el cerro incendiado. Nadie del pueblo le creyó, hasta que comenzó a darse un suceso extraño. Nadie que iba de paseo por aquel monte regresaba, y se daba por perdido. ¿Pero cómo perderse en un monte sin casi vegetación? Además, al día siguiente de las desapariciones, aparecía en el monte un árbol, o dos, igual al número de personas que habían ido y ya nunca volverían. El hecho llenó al pueblo de terror y pánico, y se llegó a suponer que la monja loca habitaba en aquel monte, y convertía en árbol a todo el que se cruzaba con su mirada. Pocos fueron los curiosos que se atrevieron a asomar por allí, por el llamado cerro “la monja”, y los que lo hicieron, su osadía los convirtió en vegetal.
Por eso Francisco no quería seguir. El miedo le había encarcelado.
- Pues si no quieres seguir, no sigas. Pero que sepas que eres un cagao. Ca-ga-o – le dijo con sorna Jorge, al que todos llamaban Jorjón porque era alto y fuerte como un roble.
- Id vosotros.
Sus cuatro amigos le miraron antes de seguir caminando. No sabían si le volverían a ver. ¿Sería sólo una leyenda...? Ahora lo iban a comprobar.

Cuando llegaron a los pies del monte, la congoja les aprisionaba el corazón. Sus piernas temblaban. Ninguno quería continuar, pero era su honor el que estaba en juego. De pronto, la linterna de Miguel comenzó a parpadear.
- Ostia, no... – murmuró con un hilo de vocecilla.
- Joé Miguel... – le dijo Eloy, con un gesto de enfado - que faenón... ¿llegaremos con una linterna?
No respondió. Qué sabía él. Dejó la linterna al borde del camino y prosiguieron. Sentían pánico, pero intentaban que no se les notase. De pronto ululó un búho, y Miguel dio un salto, asustado.
- ¡Joder! – gritó – esto es demasiado.
- Venga bah, que no pasa nada, ¿veis como no hay monja? – le dijo Jorjón, chulito él.
- Tú que te sabes, hasta que no lleguemos a la cima, no está nada seguro.
- Hablando de llegar a la cima – dijo Eloy, tembloroso - ¿por dónde seguimos, por aquí o por allí?
Señalaba a dos caminos que nacían de una bifurcación.
- Por el de la izquierda. Seguro que así se llega antes – aseguró Iván, con la voz ronca de un asturiano adicto a la sidra.
- ¿Qué dices? Es el de la derecha chaval. Por el de la izquierda se nos hace de día – dijo Eloy con gran seguridad.
Miguel temblaba de miedo. A todos sus lados se encontraban árboles cuyas ramas parecían brazos en las más terribles posiciones. ¿Habrían sido personas de verdad? No lo sabía.
- Pues yo creo... – murmuró Jorjón – que lleva razón Eloy.
- ¿Y tú, Miguelito, qué piensas? – le preguntó Iván con curiosidad.
Miguel no tenía ni idea, pero pensó que si iba con dos personas iría más seguro, así que eligió el derecho, ante el enfado de Iván.
- ¿Ah sí? Pues muy bien amigos. Me voy yo solito por la izquierda. Y sin linterna. Que os den a todos.
Y comenzó a andar brioso ante la incredulidad de sus amigos. Miguel lanzó un grito para detenerle, que se ahogó entre la niebla.
- ¡¡¡Allá tú!!! – le gritó Eloy - ¡¡Borracho sidrero!! ¡¡espero volverte a ver cuando seas un carrasco, imbécil!!
Y siguieron caminando.

Mientras, Francisco, que en su camino a casa había sido invadido por un ataque de sed, se acercó al río para llevarse dos gotas de agua a la boca. Se agachó, cegado por la oscuridad, y cual sería su sorpresa cuando vio reflejada una sombra en las claras aguas del río. La sombra se abalanzó sobre él y le tiró al agua. En pocos segundos la corriente del río empujó su paralizado cuerpo y le arrastró al país del que nunca se regresa.

Miguel no podía seguir caminando. Estaba terriblemente acongojado. Su imaginación le mostraba la silueta de la monja por todas partes. Se estaba volviendo loco. Decidió parar todo aquel sufrimiento innecesario. Se acercó a Jorjón y le dijo:- Continuad vosotros, yo me vuelvo, llamadme cobarde o lo que queráis pero...
Eloy y Jorjón casi ni se inmutaron. Sabían de antemano que Miguel no llegaría a la cima. Su aspecto triste e infantil le delataba. Eloy se limitó a decirle adiós con la mano, ante la insegura mirada de su compañero, y siguió su camino.
Miguel se vio sólo, en un monte maldito, en plena noche y sin apenas luz. Echó a correr de vuelta al pueblo, intentando no pensar, no pensar. El frío le mordía y le paralizaba. Corría, corría como nunca antes lo había hecho.

Mientras, Iván, continuaba su camino, bota de sidra al hombro, con paso cada vez más temeroso. Se daba cuenta a cada zancada de que no había elegido bien. Los retorcidos árboles le saludaban a orillas del camino. A lo lejos se veían dos lucecillas, el pueblo dormido que permanecía ajeno a toda su aventura. De pronto escuchó un ruido. El crujir de unas ramas secas. Todo su cuerpo se paralizó. La adrenalina subía por sus venas; las sienes le latían atropelladamente. Otro ruido. Crac, crac, crac. De pronto advirtió que eran pasos y que se dirigían hacia él. Intentó correr, pero no pudo. Entonces, se topó ante él, rodeada de un halo fantasmal, una figura femenina, cubierta con un hábito, que le miraba penetrantemente. Iván lanzó un grito. Y todo él se convirtió en un hojas, y madera.

Miguel escuchó un terrible alarido. Asustado, adivinó que nada bueno le podía haber pasado a sus amigos. Por la procedencia del grito, echó a correr por el camino que había tomado Iván. El corazón le latía con fuerza. Mientras corría pensó que nada podría hacer ya. La leyenda de la monja se le presentó ahora completamente real. Y entonces, cuando se debatía entre estos pensamientos, se resbaló y cayó al suelo. Ante él había un trozo de tela. Lo examinó a la luz de las tristes estrellas que custodiaban la noche. Era un trozo de tela negro. Lo cogió y sintió la misma textura que había sentido años antes, cuando se sorprendió así mismo tirándole del hábito a una monja, presa de una rabieta. La monja no estaba lejos. Dirigió la vista hacia arriba y cual sería su sorpresa al encontrar un árbol de cuya rama colgaba una bota de vino. Sólo que en vez de llevar vino, llevaba sidra.

- Venga bah, ya estamos llegando a la cima – dijo Jorjón, ocultando el miedo que sentía.
- Sí, aquí ni monja ni cura, tío, nos han timado.
Avanzaban cada vez más deprisa, como queriendo terminar con aquella pesadilla cuanto antes. De pronto, una silueta se mostró ante ellos. Era una casa. Una caseta abandonada.
- ¡Ostia! – exclamó sorprendido Eloy - ¡¡fíjate!! Una caseta...
- Pues sí... que raro...
Se acercaron, a pasos raudos. No estaban muy seguros de si entrar sería un acto prudente, pero la curiosidad pudo con ellos. La caseta era de madera y estaba medio derruida.
Eloy giró el manillar y la puerta cedió, con un fantasmal chirrido. El olor a humedad les invadió. Jorjón enfocó con la linterna por todas partes. El círculo de luz señalaba aquí y allá.
Cuando descubrieron lo que se encontraba en la misteriosa caseta, se sorprendieron tanto que abrieron los ojos y la boca como platos, y así estuvieron un buen rato.

Miguel corría, volvía a correr con todas sus fuerzas. Tenía que avisar a Eloy y a Jorjón. No podía permitir que a ellos les pasara nada. Sabía que la maldita monja estaría pisándole los talones. Que la muerte le seguía de cerca. De momento, ya había atrapado a su amigo el asturiano. ¿Y Francisco? ¿Qué habría sido de él? “Ojalá esté en casa, ojalá esté en casa, que esté bien, que no le haya pasado nada...” pensaba sin cesar. Cuando, de pronto, se detuvo, detenido por una mano invisible. Miró a lo lejos, por donde bajaban las claras aguas del río. La luz de las titilantes estrellas reflejó algo que flotaba por el río. Con terrible horror Miguel descubrió que era. El cuerpo muerto de su amigo Francisco. Lleno de congoja y desesperación, se mareó, echó a correr sin rumbo y se despeñó por un barranco. La monja, que le había estado siguiendo, sonrió al ver rebotar su cuerpo entre los peñascos de la montaña. Pero aún le quedaban dos.

- Joder, no puede ser... – murmuraba Eloy.
Cogió un tarro, lo examinó minuciosamente. Aquella extraña cabaña estaba llena de miles de tarritos, dispuestos en estanterías. En cada recipiente había una sustancia extraña, gaseosa, que se deslizaba por las paredes de cristal, que subía y bajaba.
Jorjón se acercó a su compañero. ¿Qué sería aquello? Entonces obtuvo una respuesta. Tallado mínimamente en el cristal de cada bote había unas letras y unos numeritos. Se sacó unas enormes gafas que llevaba desde que le empezó a fallar la vista. Las letras decían:
Alfredo huerta
14 – 2 -1967
Jorjón dio un salto. Su mente estaba completamente agitada. Miró a Eloy con desesperación.
- Joder – dijo éste – Alfredo desapareció ese mismo día macho. ¿Sabes lo que es esto? Esto tiene que ver mucho con él. Esto... joder...
Jojón se hizo con otro tarro:
Javier león
31 – 12 - 2000

- ¿Sabes ante lo que estamos Eloy? ¿Lo sabes? ¿Lo sabes? Son las almas de los muertos que ha matado la monja... Lo sé...
- ¡¡¡No puede ser Jorjón!!!! No puede ser... No... Debe haber un error...
- No hay ningún error... – sus palabras se fueron ralentizando – no... hay... ningún... error...
Y dicho esto, la puerta de la caseta se cerró de un portazo. Eloy enfocó hacia ella. Ante ellos se encontraba, como una aparición maldita, la imagen de la monja. Eloy se cubrió los ojos con el brazo. Pero a su amigo Jorjón no le dio tiempo. Los ojos fríos y mortales de la religiosa se clavaron en él como dos clavos y le arrancaron la vida. Lanzó un aullido agonizante y todo su cuerpo se convirtió en resina, corteza y hojas.
Eloy, presa del pánico, rompió una ventana de la caseta y echó a correr. Ignorando todo camino, prefirió el campo a través, para huir antes de aquella terrible situación. Su pelo castaño se empapó por el sudor frío que le regalaba el miedo. De pronto, osó volverse, y cual sería su sorpresa al ver la silueta de la monja, siguiéndole, avanzando velozmente sin andar. Echó a correr monte abajo más deprisa, arriesgando con ello su vida.
Horrorizado, se percató del cuerpo yacente de Miguel, su amigo, descansando eternamente tras una roca. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero el miedo se las secaba antes de que saliesen. Corrió, corrió y corrió. Observó también el cuerpo de Francisco, cual las aguas habían olvidado en las orillas del río. La muerte estaba detrás de él. No se había saciado.

Pero, gracias a Dios, sus fuertes piernas le libraron de aquel monte maldito. Justo cuando llegado a la carretera que le llevaría al pueblo, se paró a descansar. Jadeaba agotado, con una mano en el corazón. ¿Cómo iba él a volver diciendo que todos sus amigos habían muerto? Cuando estaba en estos pensamientos, oyó a lo lejos el rugir de un camión. Estaba mareado, casi exterminado. Sus fuerzas estaban al límite. Por su mente pasaban multitud de imágenes de manera atropellada. Comenzó a vagabundear por la carretera como un borracho que ha apurado un barril de vino. Entonces la figura del camión se acercó a él.
En pocos segundos, el cuerpo de Eloy se vio arrollado por las enormes ruedas del camión. Su cuerpo había perdido la vida, había viajado con todos sus compañeros. La muerte había sido su destino y éste les había atrapado.
El conductor del camión se giró. Maliciosamente sonrió. La mirada agonizante de Eloy pudo comprobar, con horror, que no era un camionero el que le sonreía con sorna. Era una mujer... y no una mujer normal. Una mujer con hábito. La monja.

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